Interrogando la conmemoración cívica: olvidos y exclusiones

Por: Carmen Fernández-Salvador

En las últimas décadas del siglo XIX y a inicios del XX, la liturgia cívica y la escultura pública contribuyeron a la construcción de una narrativa de la nación. Dar forma a este relato significaba, inevitablemente, seleccionar los momentos y personajes que se debían recordar, a la par que se silenciaba y borraba un pasado (y un presente) incómodos. En este sentido, es notable la ausencia del pasado indígena de las conmemoraciones patrióticas de toda América Latina, y de manera muy particular en la escultura monumental. Notables excepciones fueron la escultura de Cuauhtémoc, erigida por el escultor Miguel Noreña en el Paseo de la Reforma de Ciudad de México, en 1887, y la de Caupolicán (1868), realizada por Nicanor Plaza para Santiago de Chile. Ésta última muestra un cuerpo idealizado, siguiendo la tradición académica, y sin embargo para la crítica contemporánea el indígena no alcanzaba el estatus de un héroe nacional (Herrera Styles, 2017).

En Quito, el primer monumento al Mariscal Sucre mostraba a “la patria” como una mujer indígena “tímida y acobardada”, en palabras de Juan León Mera (1886). La incomodidad de Mera con respecto a esta iconografía, como bien señaló Blanca Muratorio (172), sugieren cuán ajena era para la élite intelectual ecuatoriana del siglo XIX la idea de una identidad mestiza y, por consiguiente, cuán problemático era incorporar a los pueblos indígenas en una narrativa nacional.

La negación de lo indígena en las narrativas locales y nacionales se evidenció con igual fuerza en 1934, durante la conmemoración de los cuatrocientos años de fundación española de la ciudad de Quito. Como bien ha señalado Guillermo Bustos, intelectuales y políticos quiteños, fuertemente influenciados por el hispanismo –un movimiento que buscaba reafirmar los vínculos entre España y sus antiguas colonias latinoamericanas y que mostraba a la conquista como una empresa civilizadora— celebraron el aporte histórico de figuras como Sebastián de Benalcázar y Diego de Almagro (2017, 360-361). Se contemplaba, incluso, erigir un monumento en honor a Almagro en el Parque de Mayo, como se conocía entonces al Ejido. Por contraste, poca importancia se dio a la figura de Atahualpa, a quien sin embargo se reconocía como el Inca quiteño. El aniversario de su muerte pasó casi desapercibido, y solo a insistencia de la Sociedad de Albañiles de Quito se consideró levantar en el Panecillo una escultura conmemorativa que lo honrara, lo que finalmente no se llevó a cabo (Bustos 2017, 350-356).

Al hablar sobre escultura conmemorativa, de esta forma, es necesario considerar no solo lo que se erigió, sino también los monumentos inexistentes o fallidos. Las narrativas que se construyeron sobre el espacio urbano, al igual que las ausencias, nos recuerdan que los relatos nacionales no son gestos inocentes, sino que tomaron forma a partir del reconocimiento selectivo, pero también de la negación. La conmemoración cívica, al igual que la escritura de la historia, debe ser interrogada con el fin de reconocer y corregir sus sesgos, olvidos y exclusiones.

Celebraciones desde los márgenes: la memoria de personas centenarias

Por: Andrea Montero

En el primer Centenario de la Batalla de Pichincha, abundaron las celebraciones, conmemoraciones, concursos, desfiles, conciertos y cenas. No faltaron quienes buscaron sin cesar formar parte de una u otra manera de los festejos y quedar inmortalizados en la historia de una celebración de tal magnitud. Los gremios organizados entre esos, los de cocheros, carpinteros, voceadores junto a las sociedades de herreros y mecánicos, joyeros, sombrereros y voceadores, fueron quienes más resaltaron en el Centenario, realizaron eventos, algunos donaron obsequios, esculturas y placas, con tal de ser participes de la ocasión y preservar la memoria de sus organizaciones.

Con el fin de planificar las actividades, se creó en 1919 la Junta del Centenario, encargada del ornato y arreglo de la ciudad, así como de los eventos a suceder en el mes de Mayo 1922. Los programas duraron nueve días, y tomaron un aire solemne y sobrio.

Mucha de la planificación por parte de la “Junta del Centenario” tenía como objetivo mantener vigente la narrativa oficial de los sucesos del 24 de Mayo (Barrera, 1922) lo que resultó en la separación de ciertos grupos de las celebraciones. Entre esos, el barrio San Roque, el cual solicitó públicamente que se le dedique un número especial para las fiestas, pues aseguraban que el barrio contribuyó al éxito de la batalla de Pichincha, en especial en la atención de los heridos. Sin embargo, no formaron parte de los homenajes principales. Por este motivo, San Roque, así como otras parroquias, realizaron sus propios festejos paralelamente a los de la Junta, el barrio creó el comité “24 de Mayo” encargado de la organización de los eventos en la parroquia, escribe M. Quintiliano Sánchez secretario del comité:

“A nombre el comité 24 de Mayo de la parroquia de San Roque, tengo el honor de invitar a usted a la sesión solemne que, el día domingo 28 de los corrientes a las 10 a. m tendrá lugar en el teatro Puerta del Sol, en honor del Señor doctor don Francisco Andrade Marín a quien este comité condecorará con una medalla de oro, por los muchos e importantes servicios que la ciudad de Quito debe a la inalcanzable labor de este ilustre ciudadano”. (El Comercio, 1922)

Durante el censo de 1922, se registraron hasta doce personas centenarias, sin embargo, los resultados oficiales de este censo nunca fueron publicados. Debido a que “los resultados polarizaron las opiniones y se politizó el trabajo, la opción fue no sacar a la luz todo un gran trabajo que estaba sesgado por un indudable cariz regionalista” (Grijalva, 2021). No obstante gracias a publicaciones periodísticas se mantiene el registro de algunos de los nombres de las personas centenarias, entre los que se encontraban personas indígenas, afrodescendientes y otros en situación de pobreza. Ellos daban testimonio de acontecimientos importantes sucedidos durante la Batalla. Entre estos, en el convento de San Diego se registró una sirvienta afrodescendiente María de Jesús Estacio de 118 años:

La Superiora de dicho monasterio, Sor María Francisca de las Llagas, expresa su deseo de que las autoridades mande una persona seria que pueda admirar las magníficas facultades que aún posee dicha sirvienta y la exactitud con que refiere muchos pasajes y episodios que le cupo presenciar en la campaña libertadora de 1822”. (El Comercio, Abril 5 de 1922)

En la parroquia de San Sebastián, se encontraba, Antonio Caza un mendigo de 115 años, y Encarnación Minango de 100 años. En la parroquia de Alangasí, dos mujeres, Gertrudis Arango de 138 años y Valentina Morales de 120 años, “dan razón de la llegada de Sucre a dicha parroquia dos días antes de la Batalla de Pichincha y de que de este lugar por el valle del chillo, siguió al sur para tomar luego por Chillogallo las alturas del Pichincha” (El Comercio, 9 de abril de 1922). Incluso se registró información sobre un hombre indígena de ciento diez y seis años, quien conservaba en relativa claridad sus ideas, y afirmaba haber sido sirviente del Mariscal Antonio José de Sucre. El Comercio propuso conmemorar a aquellos ancianos a través de un homenaje religioso “sería atrayente y adecuado que la curia metropolitana que acostumbra en Jueves Santo la ceremonia de la cena de los apóstoles sentara a la mesa apostólica a esos venerables ancianos”, en un intento de así involucrar a aquellos que podrían ser los únicos testigos que guardan en su memoria los sucesos de la Batalla. Sin embargo, la manera en la que La Junta manejaba la solemnidad de las celebraciones, no dio cabida a estos gestos simbólicos ni sentimentales, como parte de las narrativas oficiales. Así estos relatos, se quedaron en pequeñas notas de periódico.

Las mujeres también insistieron en su participación. Así, por ejemplo, en la sociedad de voceadores, la Srta. Lucia Costa pronunció un discurso sobre la importancia social de la mujer. De igual manera, la sociedad feminista “Luz de Pichincha” presidida por María Angélica Idrovo tuvo una participación elogiada por los medios, destacando sus colectas de donaciones. La sociedad patrocinó un certamen donde las alumnas de la “Escuela de corte y confección” mostraron sus habilidades. Incluso, una comisión de señoritas de esta sociedad feminista, se encargó de servir un lunch a niños huérfanos en el parque de la Alameda (El Comercio, Abril 13 de 1922, p. 4).

Barrera, I. (1922). Relación de las fiestas del Primer Centenario de la Batalla de Pichincha 1822-1922. Talleres tipográficos Nacionales.

Bustos, G. (2017). El culto a la nación: Escritura de la historia y rituales de la memoria en Ecuador, 1870-1950. Fondo de Cultura Económica.

“Comité 24 de Mayo”. El Comercio, Mayo 24 de 1922, 6.

Herrera Styles, P. (2017). “Caupolicán, carácter de bronce: una aproximación a la invención del héroe, el monumento y lo indígena en Chile (1868-1910). Jornadas de Historia da Arte, Redes, Contextos e Discursos (102-100). UNIFESP.

Justo Estebaranz, A. (2012). José González y Giménez y el monumento a Sucre en Quito. Semata, 24, 395-413.

Miño Grijalva, M. 2021. “Quito y el censo de 1922”. Boletín Academia Nacional De Historia 97 (202):83-114. https://academiahistoria.org.ec/index.php/boletinesANHE/article/view/32.

Muratorio, B. “Nación, Identidad y Etnicidad: Imágenes de los indios ecuatorianos y sus imagineros a fines del siglo XIX”, en Imágenes e imagineros: representaciones de los indios ecuatorianos, siglos XIX y XX (109-196) FLACSO.

“Mujer Centenaria”. El Comercio, Abril 5 de 1922, 6

“Otras personas centenarias”. El Comercio, Abril 9 de 1922, 4

“Programa”. El Comercio, Abril 13 de 1922, 4

          

Dirección: Av. 10 de Agosto N26-143 y Vicente Aguirre, Quito-Ecuador