Por: Carmen Fernández Salvador
En Quito, las conmemoraciones cívicas a del siglo XIX e inicios del XX estuvieron inextricablemente ligadas a un proceso de transformación y expansión urbana, el que a su vez se entendía como un esfuerzo civilizador y modernizador. Al igual que en otras ciudades latinoamericanas, notablemente México, según los estudios de Mauricio Tenorio Trillo (2017), la construcción de edificios modernos como fueron el Hospital Eugenio Espejo, la Oficina de Correos, edificios comerciales como el Pasaje Royal y el Banco del Pichincha, así como las obras de canalización, empedrado y pavimentación, resultaron de un esfuerzo compartido entre las instituciones estatales, los tecnócratas, intelectuales y empresarios, que buscaban convertir a la ciudad en una urbe cosmopolita (Fernández-Salvador 2022).
En este momento, la modernización de las ciudades fue un proceso ordenador, marcado por el discurso salubrista y por las ideas sobre el ornato público que circulaban en la época, como ha argumentado Eduardo Kingman con respecto a Quito (Kingman, 2003; Kingman, 2006). El higienismo fue una corriente liderada por médicos que buscaban sanear las ciudades, particularmente los barrios más pobres, con el fin de prevenir el contagio de enfermedades. Mientras tanto, el ornato público, subordinado al “buen gusto” de las élites, servía a decir de Kingman como una estrategia de exclusión.
Durante este período, el crecimiento de Quito estuvo marcado por la segregación espacial. El plano realizado por Higley en 1903, y el levantado en 1922 por los oficiales topógrafos, bajo las órdenes del General Rafael Almeida Suárez en ocasión del centenario de la Batalla de Pichincha, dan cuenta de la rápida transformación de la ciudad. En el primero, la urbe está atravesada por quebradas que serían rellenadas en los años siguientes como parte de las políticas salubristas. Lo que es aún más interesante, el perímetro de la ciudad, aunque comienza a extenderse hacia el sur y norte, sigue confinado a un área concéntrica. Por el sur, la avenida Maldonado atraviesa el barrio de la Recoleta y se dirige hacia el río Machángara, lugar en donde se construyeron las primeras fábricas. Hacia el norte, Quito se extiende hasta la Alameda, un parque cercado y de cuidadoso diseño que invitaba al esparcimiento de las clases acomodadas, como sugieren algunas fotografías de la época.
Según se observa en el plano de 1922, por otro lado, en tan solo veinte años la ciudad había dado un salto significativo, expandiéndose hacia norte y sur de forma acelerada en anticipación, como bien anota Wilson Miño Grijalva, de “la consolidación urbana en el futuro” (Miño Grijalva, 45). Se trataba de un crecimiento planificado que aseguraba la segregación de la población. Hacia el sur, ya se había incorporado dentro del perímetro urbano antiguas parroquias rurales como la Magdalena. Por el bajo costo del suelo, en esta zona y trepando las lomas se concentraron los barrios populares como Aguarico, La Colmena y La Libertad (Miño Grijalva, 46). Hacia el norte de la Alameda, por otro lado, el plano muestra el barrio América, una ciudadela para las clases medias que se promovía por la calidad del suelo, la cercanía al Ejido y al tranvía, entre otras cosas (Del Pino et. al., 58). En el plano se identifican también los terrenos de la Anglo French Syndicate y del Banco del Pichincha, limitados por El Ejido y el Hipódromo, en donde se levantaría poco después el barrio de la Mariscal. Promocionado como una “ciudad jardín”, moderna, cómoda y agradable, esta zona se convirtió en lugar de residencia de las élites y de las clases profesionales (Del Pino et. al., 57).
Las primeras décadas del siglo XX, que coincidieron con las celebraciones centenarias, estuvieron marcadas por el acelerado crecimiento de la ciudad. La urbe que se preparaba para la conmemoración cívica se imaginaba moderna, por la aplicación de políticas salubristas y de ornato público, pero también por el ordenamiento espacial y la segregación social.